PRIMERA
¿Qué nos lleva a idealizar a nuestros semejantes, a conferirles una existencia distinta, a proyectar en ellos las virtudes que compensan nuestras fragilidades?
Desde que era niño y hasta hace algunos años, los futbolistas eran como seres de otro mundo. De un mundo mejor, claro. Antes aún de tener uso de razón he asistido a los estadios y he sido ganado por algo que no puede ser descrito simplemente como una afición a un deporte.
Lo mío era una fascinación, una glorificación, a la que no puedo encontrarle origen en mi memoria. Se pierde en el magma anterior a la palabra. Sentado en la tribuna, pequeñito, podía contemplar esa dimensión magnífica del campo verde sobre el que exhibían los jugadores sus cuerpos transmutados por la mera prohibición de usar las manos.
Yo vivía en el mundo contingente y tedioso de la vida horaria, del colegio, del dolor y la soledad, de la insignificancia. Ellos, los futbolistas –que no por nada, como los Titanes, aparecían por un túnel que comunicaba con el subsuelo–, eran habitantes de un universo fantástico, encarnaciones de la vida esplendorosa, propietarios de una destreza y de una capacidad que superaban, por su belleza e imaginación, a todos los santos de las estampas y a todos los héroes de la patria de mis enciclopedias escolares.
Yo los amaba, los soñaba, intentaba imitarlos en los patios del colegio y poco a poco, impotente, fui haciéndome consciente de un deseo incontenible, de una obsesión por acercarme a ellos. Una idolatría, un vicio sagrado.
A los once o doce años adquirí permiso para tomar solo los colectivos hacia Lima. Podía ir al estadio llevado por esos inmensos automóviles y no dependía ya del Peugeot 304 de mi madre.
Y comencé a merodear por las inmediaciones del estadio para ver a los jugadores entrar o salir tras los partidos. Por razones, difíciles de explicar aquí ya era hincha del Alianza Lima. Pero cualquier jugador producía en mí ese sentimiento de extrañeza porque no éramos parte del mismo espacio, del mismo tiempo ni de la misma vida. Ellos eran estrellas; todos los demás, incluidos mi padre y mi madre, éramos seres opacos, sin luz propia, sin auténtico atractivo.
Buscaba el autógrafo, sus firmas en un pioner de hojas amarillas en las que pegaba luego las fotos que recortaba de las páginas deportivas de los diarios. Quería algo más que nunca conseguía, quería unas palabras, una conversación. Pero ellos pasaban apurados cargando sus chimpunes y en cuanto me firmaban, sin poner mi largo nombre, salían apurados, hacia el monte Olimpo o de regreso a ese mundo subterráneo del que ascendían cada tarde de domingo.
Luego extendí esta actividad a los hoteles en los que se alojaban los futbolistas del Botafogo, del Santos, del Peñarol, del Independiente, que venían a jugar contra los nuestros. Aguardaba largas horas en la puerta del Bolívar, del Crillón, pero sobre todo del ahora siniestro Hotel Savoy.
Tenía las firmas de todos los jugadores importantes de la época y también el recuerdo de sus palmaditas y sus frases de aliento, de las horas tediosas aguardando en las fruterías de la esquina. Y nunca un diálogo, un tiempo de intimidad con un auténtico jugador de ese idealizado fútbol que miraba el domingo entero sentado en las bancas del Estadio Nacional.
Mejoró todo cuando nombraron ministro al padre de un primo. Y le dieron carro y chofer. Dada su timidez no me costó mucho incorporarlo a la obsesión. Era hincha de la U, lo cual importaba poco porque si bien no simpatizaba con ese equipo no hacía distingos en el tipo de relación que establecía con los jugadores. Todos, hasta los del KDT Nacional o el Carlos Concha, eran habitantes del planeta fútbol y a todos les tenía conmovedora admiración.
De modo que no esperaba ya en la esquina sino dentro del poderoso Chevrolet, cortesía de Acción Popular. Íbamos a las concentraciones, a los campos en los que entrenaban, husmeábamos, esperábamos el momento de acercarnos a esos dioses. Era verano, no había colegio. El chofer, como yo, era hincha del Alianza y conocía a algunos jugadores, o fanfarroneaba no lo sé, pero estaba bien dispuesto para acompañarnos a esta cacería de dos o tres veces por semana en las horas en las que el tío ministro, un hombre trabajador y honesto, no salía de su despacho.
Así terminé un día en el estadio de Universitario de Deportes, en la calle Odriozola, en Breña. Era quizá enero de 1966 y el equipo entrenaba para un partido amistoso internacional. El documento del chofer abría todas las puertas y nos dejaban sentarnos en las bancas de madera a mirar el partido de práctica. Al acabar paseábamos por las instalaciones y en los escalones de una cancha de básquet encontramos a algunos jugadores.
A un lado cinco o seis de ellos.
Solo, a tres metros del grupo, un recién llegado que no tenía aún veinte años: Roberto Challe. Allí estaba aparentemente tímido, alejado, sin amigos. Era la oportunidad. Lo rodeamos y nos invitó a sentarnos. Tenía el pelo mojado por las duchas y sus brazos me parecieron demasiado largos para enfrentar el peso de futbolistas profesionales. Había destacado en el Centro Iqueño y para mí era ya un futbolista, un cuerpo venerado
Él habló, contó no recuerdo qué sobre su pasado pero fue amable y afectuoso con unos idiotas de trece años como nosotros.
Se sentía un crack, esto estaba claro. Y yo veía el aura de triunfo que lo rodeaba. Estaba embobado escuchándolo cuando del otro grupo se escucharon risas, esa actitud de mofa que conocía bien del colegio. Se estaban burlando de él y de nosotros.
Entonces le pregunté: “¿Por qué no estás con ellos?”.
Y él, levantando la voz, dijo: “Porque no me junto con negros feos”.
Escucho la frase, el tono de su voz y siento temor aún hoy mismo. Se paró y miró a Alejandro “Pelé” Guzmán, un moreno fortísimo, mayor, centro delantero de la U y goleador desde hacía mucho años, quien era el promotor de la chanza.
Hubo unos segundos de tensión hasta que Ángel Uribe y Víctor Calatayud se llevaron a Guzmán para evitar golpes.
El casi niño Roberto Challe se sentó y nos dijo: “Nunca hagan caso a los matones”.
Y se quedó hablando dos horas más de todo lo que queríamos conocer, preguntas tontas que no recuerdo ahora. Solo conservo el instante de silencio que antecede a la violencia, ese miedo que conocía bien, y mi corazón latiendo intensamente junto al joven héroe.
Yo regresé ese día a mi casa en una nube. Había conocido a un futbolista, a ese Roberto Challe que era una promesa conocida y a quien la U había contratado con la seguridad de que sería un jugador importante. Y lo fue, extraordinario, no cabe duda.
SEGUNDA
Muchas veces vi a Roberto Challe jugar en los siguientes dos años. Se convirtió en un gran jugador, un mito popular, y yo en un alumno mediocre y en un adolescente lleno de inseguridades. No destacaba en nada. Me había vuelto tímido y poco sociable de tanto pensar exclusivamente en el fútbol o quizá no fuese esa la causa, como me lo decían, sino el refugio para una incapacidad ya existente. El fútbol era mi único entusiasmo. No tenía otro interés y ya estaba casi por abandonar el colegio. Challe era el ídolo de todos. Por su talento y por su conducta. Porque jugaba de igual a igual con todo el mundo El año 68 era ya un crack que de haber vivido en estos tiempos habría sido transferido al Barcelona por treinta millones de dólares. Era símbolo del ímpetu y de la valentía juvenil, un futbolista sin complejos que había impulsado a su equipo esas noches en las que derrotaba en Buenos Aires, en casi cuarenta y ocho horas, al River Plate y al Racing que, poco después, sería campeón del mundo. Una hazaña.
Tenía, de esa mañana del 66, su firma con una dedicatoria cariñosa: “Para Constantino –por fin mi nombre– con afecto, Roberto Challe”. No la enseñaba porque no enseñaba ya nada. Casi no hablaba, iba de mi mundo interno al estadio y regresaba. Y aunque todos comentaban los goles de Challe, sus jugadas, yo no decía que lo conocía porque no me creerían y porque cualquiera podía haber escrito esa dedicatoria en mi infantil pioner de hojas amarillas.
Mi único testigo, mi primo, estudiaba en otro colegio. Ese año, quizá el 68, se organizó en Lima un campeonato interescolar sudamericano. Y hubo un torneo nacional para definir al colegio que llevaría la camiseta peruana. Mi colegio, sin mí, claro, jugó y perdió. Y el Guadalupe obtuvo el honor de vestirse con los colores del país.
Mi tío seguía siendo ministro de modo que conseguí diez invitaciones para la tribuna preferencial. Participaban casi todos los países de América del Sur y tras el primer partido que ganó Perú todos querían ir. “Yo tengo entradas”, dije. Y los futbolistas de mi clase me convirtieron momentáneamente en su amigo. Y les di las entradas y quedamos en partir juntos, con mi primo, en el carro del ministro, bien apretados. Como las entradas eran para la zona protegida debíamos coger el ascensor. Presioné el botón, la luz se puso en rojo y de pronto la puerta metálica se abrió.
Y allí estaba, dos años después, solo en el ascensor y vestido como un muchachito, unos jeans, una chompa blanca, el ya consagrado Roberto Challe. Un crack, un ídolo.
Hubo un silencio respetuoso. Nadie se animó a entrar como si de él emanara una energía que nos alejaba del pequeño recinto del ascensor. Nos miró con indiferencia, se inclinó para apretar el botón y seguir, cuando me vio. No lo creerán y él no lo recordará. Pero sonriéndome me dijo: “Caramba, ¿C-o-n-s-t-a-n-t-i-n-o no? (así, deletreando perfectamente mi nombre).
¿Qué ha sido de tu vida?”. Eso fue todo. Palabra de ángel. “Hola”, respondí y entramos.
No recuerdo nada más, ni lo que hablamos en el ascensor ni el partido mismo, solo su palmadita amistosa al despedirse y el bienvenido hielo con el que trató a mis petulantes compañeros.
No tiene idea, a sus sesenta y tantos años, cuánto le agradecí esa noche mientras intentaba, en el dormitorio de la casa familiar en San Isidro, cerrar los ojos y abandonar esa ensoñación que no me soltaba. Había sido mi noche de gloria.
Todo el resto del año estuve recibiendo las preguntas sobre mi amistad con esa estrella del deporte rey. Y, ahora ya no tímido sino soberbio, nunca respondía. No daba datos, minimizaba la amistad, dejaba sospechas de cosas mayores entre él y yo.
Fue extraordinario. Me elegían para los partidos del recreo, me ubiqué siempre cerca del arco, recibía los pases del crack y empujaba nomás la jugada que ellos fabricaban. Eran los goles del amigo de Challe. Me invitaban a las fiestas y las chicas eran más gentiles y cariñosas. Gracias Roberto, donde quiera que estés, te debo ese valor que repentinamente adquirí antes de terminar el colegio
CONSTANTINO CARVALLO.
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